miércoles

arena en el calcetín

Colomba pinta con sus dedos un elefante. Le digo si hay elefantes morados, ella dice que sí, que sí hay, que los ha visto. Recuerdo que en la tele los elefantes son morados, seguramente los ha visto ahí. Enciendo un cigarro y Fabiola me mira con reproche; tiene razón, digo, no puedo fumar junto a Colomba, aunque me gustaría hacerlo no por hacerle daño sino porque me gusta fumar y me gusta estar con ella, pero bueno. Salgo a darme una vuelta en caminos de tierra y piedras y mi papá viene en bicicleta y yo me río porque debe ser la primera vez en años que se sube a alguna, porque tiene la cara con risa y las manos tiritonas.
Fabiola nos mira desde el balcón, pensará que estamos volados, presupongo. Bajamos al mar a verlo correr. No nos ponemos de acuerdo para los silencios. Mi papá arma murallas del no-ruido y con esas se hace un traje, no una polera, porque las poleras le gustan. Nunca es incómodo. Rellenamos ese espacio con estar. Volvemos a casa y Colomba duerme. Fabiola está leyendo. Martín llegará en un rato, dice Fabiola y todos nos reímos. Martín viene en un zancudo gigante muy feo pero se baja de él y lo matamos de un brinco. Martín supone que Colomba está dormida y prende un cigarro. Sabe que no podemos fumar con ella porque es chica y nosotros ya no somos tan chicos. Los hijos somos, ya no somos los niños. 
Y cómo duele ya no ser niño, dice Martín. Yo lo miro enojada, que no me arruine el fin de semana con sus afirmaciones.

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